No más batallas

 


 

Era inevitable. Tras infinidad de difíciles batallas, donde lo esencial era seguir adelante y recuperarse de las heridas, poco se pudo hacer para entender -de origen- por qué se había iniciado esa guerra, que a mis ojos parecía que había durado desde siempre. Era inevitable. Tras cada batalla, retirado en algún refugio, se examinaban los resultados: lo perdido, lo ganado, dónde estuvieron los errores o las fallas y cómo mejorar la estrategia para las siguientes batallas, porque habrían de venir otras batallas en las que estar alerta y evitar los daños que por falta de experiencia no preví. Era inevitable. Al paso de más de diez años en guerra, me fui haciendo mejor para anticipar los escenarios, pues era menester, para burlar al dolor o al miedo que me dejaba cada batalla, volverme más hábil en su arte y en su práctica. Y en algún momento me llegué a sentir que hasta orgulloso, como si medallas al valor se tratara, nos sentimos vencedores al no tener miedo de dar el último golpe y dar por terminada la prueba, máxime cuando otros guerreros nos empezaron a pedir consejo sobre el arte de la guerra y el afrontar de la batalla. No nos dimos cuenta cuándo nos acostumbramos a la guerra y a sus batallas, ni en qué momento ir de batalla en batalla se volvió tan natural que cargar con las armas, sanar heridas, recoger suministros y sobrevivir juergas para celebrar triunfos y derrotas, se volvió una forma de vida. Era inevitable. Devotamente recogimos los aprendizajes que fuimos obteniendo a lo largo de este penoso camino y estoicamente asimilábamos las enseñanzas de las heridas y ya no pasó por nuestra mente otra forma de vida.

Así llegó un día en el que se presentó una batalla distinta, en una tierra lejana y desconocida, en unas condiciones diferentes a las que había vivido, en la que la preparación para la batalla habría de ser más duro que la batalla misma. Un día nos dimos cuenta de que, por más que planeáramos la batalla y nos anticipáramos a los escenarios la batalla no avanzaba, solo nos debilitaba y dejaba confundidos, y al no resultar efectiva la estrategia que adquirimos con los años vino una gran angustia y recordamos lo que se sentía estar vulnerables ante un resultado incierto e incontrolable. ¿Cómo era posible que tras largos años de batallas, que nos habían vuelto confiados y hábiles guerreros, nos halláramos perplejos, asustados e inseguros, como escuderos en su primer campo de batalla?

Porque para muchas cosas es posible que todo este entrenamiento pudiera ser útil y efectivo, no lo niego, pero no cuando se trata del corazón y de las cosas del alma, porque las guerras del corazón no son guerras, y el amor no es un asunto de batallas.

Evidentemente la confrontación no pudo ser más dura: todo ese espartano entrenamiento para salir triunfante en las batallas fue el que nos metió en más batallas. En la desesperación por salir del dolor nuestros esfuerzos solo se dirigieron a ser más fuertes y astutos, a prever estrategias y anticipar las decepciones, pero no más sencillos y más nobles, para confiar en que las cosas se den por si solas, libremente, como lo son las cosas más valiosas y más escasas, esas que cada corazón da porque algo en su interior brota y es su deseo compartirlas y obsequiarlas. Entonces los estratagemas y planes no tienen sentido, porque son vanos intentos del ego por hacer que la realidad sea como su arrogancia desea, queriendo así evitar decepciones o dolores, sin percibir que esa exigencia puede ser hostil e implacable, lo que, tristemente, puede provocar lo que tanto se deseaba evitar.

Entonces ahí vino la renuncia clara desde muy hondo y con una voz muy clara: ¡no más batallas! ¡no más batallas! Esto no es una guerra, se trata de brindarnos la paz y la confianza, que muchas otras veces nos fue negada (aunque la merecíamos), y que es lo que se necesitaba para que cada quien pudiera abrirse y compartir lo que nace del alma y poco a poder comprender y valorar lo que eso significa, pues por más distintos que fueran los lenguajes de cada uno, las intenciones son similares: permitirse encontrarse, pese a todo, contra todo, encontrarse alma con alma, en un mundo ya de por si árido y poco amable para quienes aun buscan encontrarse.

No fue fácil dejar los hábitos de la batalla y entregarse a otros nuevos, unos basados en la confianza, en la paz, en la sencillez y el acompañamiento silencioso, pero no distante. Apreciar las cosas con esta nueva mirada llevaría tiempo, pero sin lugar a dudas, valdría la pena cada instante invertido en ello. Ya no es una batalla, ni una conquista, sino un confiar en el camino, confiar en el encuentro y aprendiendo a valorar cada momento y cada gesto, que al final del día es lo que nos anima y conforta.

Ahora cada noche, sentados frente al fuego reparador no hacemos más previsiones ni cálculos, sino nos ponemos apreciar los pequeños y grandes tesoros compartidos mutuamente a lo largo del camino y me siento dichoso y bendecido de haberlos vivido con espontaneidad y alegría. Ojalá que esta sabiduría permanezca junto a mí practicando poco a poco y avanzando sin itinerario estricto, solo confiando en el camino, para irnos encontrando cada día.

Gloria al Misterio de la Vida.

Alejandro de Andúnie.

 

 

 

 

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