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La carga de la fe

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En realidad, vivir sin fe es más bien fácil. Dado que la fe hace las veces una energía poderosa, que nos mueve a realizar lo que es necesario, para muchos la fe es riesgosa, molesta e inoportuna. Sin fe no hay preguntas que impulsen a buscar respuestas, así la conciencia duerme más tranquila, mantiene sospechas a raya y se complace en su ignorancia. Sin fe no hay esa picazón ayudar a otros, de hacer algo que disminuya su dolor o que les alivie las penas, aunque uno termine compartiéndolas. Sin fe no hay necesidad de afrontar peligros, ni dudas ni incertidumbres ante las que la vida nos pone, porque sin fe no saldríamos ni a la esquina y estaríamos seguros en la indiferencia acojinada del sofá o de la cama, ahí donde la rutina es un manto cálido que alimenta la certeza de que todo seguirá igual mientras uno no haga nada estúpido. Y en esta era de practicidad, de ver por uno mismo, de mejor no meterse en broncas porque de por sí ya está muy difícil la situación, la fe resulta má