La carga de la fe
En
realidad, vivir sin fe es más bien fácil. Dado que la fe hace las veces una
energía poderosa, que nos mueve a realizar lo que es necesario, para muchos la
fe es riesgosa, molesta e inoportuna. Sin fe no hay preguntas que impulsen a
buscar respuestas, así la conciencia duerme más tranquila, mantiene sospechas a
raya y se complace en su ignorancia. Sin fe no hay esa picazón ayudar a otros,
de hacer algo que disminuya su dolor o que les alivie las penas, aunque uno
termine compartiéndolas. Sin fe no hay necesidad de afrontar peligros, ni dudas
ni incertidumbres ante las que la vida nos pone, porque sin fe no saldríamos ni
a la esquina y estaríamos seguros en la indiferencia acojinada del sofá o de la
cama, ahí donde la rutina es un manto cálido que alimenta la certeza de que
todo seguirá igual mientras uno no haga nada estúpido. Y en esta era de
practicidad, de ver por uno mismo, de mejor no meterse en broncas porque de por
sí ya está muy difícil la situación, la fe resulta más algo latoso, para no
decir una carga. Y de entre esas veces que la fe es considerada una carga, la que
más llaman la atención es la carga que hoy parece ser que alguien tenga fe en
alguien.
No,
no es exageración. De muchas la fe de alguien más es rechazada cuando se le ofrece
a alguien, algunos de forma pudorosa y discreta; otros, de manera irónica y
grosera. Muchos la rechazan de forma gentil y condescendiente como se rechaza
responder una encuesta, como se rechaza interpelar a los testigos de Jehová, o
agradeciendo fugazmente la invitación a tramitar una tarjeta de crédito (cosa
que no es tan mala, huyan de ellas). Así tendríamos una escena digna de alguna
comedia: -“Oye, tengo fe en ti, -muchas gracias, pero soy alérgico”. Comedia
negra y triste sería sin duda, más porque no se trata de ninguna, si no de la
realidad misma. Es curioso, ¿cómo llegamos a este estado de cosas? Muchos son
los autores, desde místicos de muchas religiones, filósofos de todas las
geografías, hasta científicos del más recalcitrante positivismo, han señalado
la importancia que tiene la fe para el desarrollo de una personalidad sana.
Quizá ninguno ha sido tan claro en señalarlo como Erich Fromm, quien llegó
incluso a señalar que la fe era un rasgo de carácter indispensable para amarse
a uno mismo y al mundo.
Entonces
¿cuál es el problema de asumir que alguien pueda tener fe en nosotros mismos?
Es que no es tanto que sea problema, es que, como dijimos al inicio, es más
bien incómodo: el que alguien tenga fe en nosotros resulta incómodo porque
tener fe sincera en alguien, es creer en alguien y creer en alguien es un acto
de amor, y si hemos tenido una vida falta de amor y cuidado por uno mismo (por
abandono, por desdén, por indiferencia propia y de quien debería haberla tenido
hacia nosotros desde niños), recibir ese gesto de amor revela una herida que
muchos se esforzaron por ignorar y enviarla lejos, a lo profundo de la mente,
buscando formas de sentir que no era necesario que alguien tuviera fe en
nosotros, para no sentirnos vulnerables ni compadecernos. Por eso la fe de
alguien más puede ser percibida como una debilidad, y yo, yo que tuve que salir
adelante sin la fe de nadie, yo que me he sobrepuesto a tantos dolores y
decepciones que la vida me dio, no necesité nunca de fe, siendo tan claro en
ese momento la (triste) ironía. Debemos insistir, tenerle fe a alguien es una
forma de amarlo, de expresar que confiamos en su talento, en su inteligencia,
en su fortaleza, en su ingenio, en lo bueno que tiene, y eso, eso es lo que
puede provocar la disonancia entre la narración que hemos hecho de nuestra
propia vida sin la conciencia de nuestra propia fe, hasta que alguien –al tenernos
fe- nos revela. La fe siempre estuvo ahí, la fe más genuina de todas: la fe en
uno mismo. Y es que para muchos es una revelación chocante, pues nos muestra
que aún seguimos vivos y sentimos, nos mueve a la piedad, a la compasión, a
mirar con ojos de comprensión y empatía, a ser generosos, compartidos, a ser
sencillos, a ser valerosos y denunciar lo incorrecto, a ser salvadores aún en
la más pequeña escala, de alguien más y haber cambiado su mundo con un gesto
diminuto de fe y bondad, siendo eso lo que no entra el registro consciente de
muchas personas de nuestros días, que piensan que eso es para los paramédicos o
salvavidas. Ese es el “shock”: darse cuenta que sienten fe y bondad por los
demás. Pero sí, ahí está esa bondad, detrás de los mil artilugios que la vida
moderna nos ha hecho creer que son más importantes y necesarios que la fe.
Ante
el actual panorama del mundo, apelo a vernos con fe, a conocernos, a saber quiénes
somos y de lo que somos capaces, y así como hemos salido avantes de las pruebas
y adversidades, poner esa fe en quien la necesite, de todas las formas que el
corazón nos permita y formar parte de esas fuerzas creativas y benignas que también
mueven al mundo. La oscuridad no habrá más que hacer que brille más nuestra fe,
la fe en nosotros, en la vida, en lo bueno y, si les sobra y gustan, la fe en
los dioses, pero esa ya solo es por añadidura.
La
fuerza, -la fe-, esté con ustedes.
Alejandro
de Andúnië.
Comentarios