El color de la tristeza
"El color sigue siendo el color. La comida sigue teniendo sus sabores y
olores. La música suena apagada, lejana. Desde la cama todo parece
inmóvil. No. Yo soy el que no se mueve. Mientras todo avanza como antes,
sin faltarle nada, a mi falta todo".
La tristeza tiene color, es el color del desánimo, de la decepción, de la ingratitud que corroe muy hondo, pero no es depresión. La tristeza tiene el color de los arboles desnudos a inicios del invierno, el paisaje cada vez más borroso de quien se aleja de su hogar o el adiós de un ser querido, pero no es depresión. La tristeza puede ser ardiente como en la rabia atónita ante la traición, como en las penas de sufrir la injusticia, como en la furia de lágrimas ante abuso y la violencia, pero no es depresión.
La tristeza, al final, puede que ni sea tan tristeza y más bien sea enojo lo que los hace sentirse tristes. Así son los humanos. Pero la mente de los humanos es compleja, llena de callejones sin salida y lenguajes complicados donde una cosa significa otra y lo evidente se oculta y lo oculto se banaliza y al final se pierden en su propio laberinto de sentir lo que no siente y defender lo que no existe. Cerca de ahí, en ese lenguaje oscuro, nace la depresión.
La tristeza es natural. La biología dice incluso que es una de las cuatro reacciones emocionales con que venimos de origen. Es decir, no podemos evitar sentirnos tristes de vez en cuando. Y no deberíamos evitarlo. La tristeza nos permite dolernos del mundo, de nosotros, de los demás. La tristeza es un medio de comunicación que nos permite entrar en contacto con los demás y con las partes más íntimas de uno mismo. La experiencia de la tristeza humaniza, pues, por su valor de contribuir a la empatía, nos permite darle un sentido y valor más auténtico y personal a nuestro estancia en el mundo, que se complementa con las otras emociones y sentimientos, propias y ajenas. Pero la experiencia de la tristeza es un momento y no un estado. No se puede vivir en la erosión permanente, porque nada arraigaría, nada daría fruto. Ese es un ruinoso sendero del que hablaremos más adelante.
Ante el dolor lo natural es dolerse. No hay nada nuevo que añadir a ello, salvo resaltar la insistente compulsión de la vida moderna por negar la tristeza, por satanizarla, por huir de ella de mil y un formas, cómo las pasajeras analgesias de comprar y vender hasta el hartazgo, la intoxicación con sustancias para intentar no aprehenderla, la dependencia del trabajo para no-tener-tiempo-de-preocuparse-por-esas-cosas, el hacerse adicto a mil y un cosas porque así se "vive la vida más intensa" Al final, la intención es la misma: no sentir la tristeza, y con ello viene un resultado peligroso: deshumanizarse. Porque como ya dijimos, la experiencia de la tristeza, al vivirse, al compartirse, adquiere un significado (¿Cuál? De momento eso no importa, lo que importa es que no se quede en el vacío y tenga un significado que permita al sujeto comprenderla un poco más). Al no vivir la tristeza una parte de nosotros es negada y exiliada, lo que nos empobrece, no debilita y nos hace aun más temerosos de ella. Así como hoy se culpa a los inmigrantes de todo lo malo y por eso se les persigue y expulsa, así se quiere hacer con la tristeza, erradicarla de nuestra existencia, sin saber que al hacerlo nos envenenamos con algo peor: la depresión.
Estaríamos ahora en posibilidades de decir que la depresión es tristeza rancia, podrida. Así podríamos entender la depresión como una "septicemia" derivada de un cuerpo patógeno enraizado muy en lo profundo del individuo, con un curso similar a de las enfermedades autoinmunes, en el sentido de que impide al sujeto recuperar sus defensas, hundiéndose en un cuadro de indolencia y anhedonia (pérdida del sentido del placer) progresivas. Si, la depresión es crónica, pero esto también ya es sabido y no abunda al tema, la pregunta más bien sería ¿cómo se llegó aquí?
Freud, el explorador de estas oscuras regiones de la mente, dijo en algún momento que la vida en sociedad nos salva y nos condena la mismo tiempo. Nos da oportunidades, pero nos cobra un precio. Mucho de ese precio redunda en pérdida de autenticidad. Para acceder a la mayoría de los bienes y privilegios sociales se debe renunciar a una parte de uno. Casi nadie se resiste. Muchos, al final, se volverán incluso apologistas de la impostura. Ya sea la familia, la escuela, la religión, el estado, el sistema social y económico, todos ofrecen privilegios a cambio de ceder parte de tu esencia. Fromm le llamaría enajenación de la autenticidad, parafraseando a Marx. ¿Por qué? Porque así uno es menos combativo, menos auténtico, menos persuadible. Ahí perdemos más oportunidades de significar nuestras propias experiencias por tener que adaptarse a las genéricas, a adoptar el lenguaje del consumismo que hoy día se extiende sobre de todo. Un lenguaje que exige lealtad y un sistema que rechaza la tristeza. No resulta extraño lo frecuente de las "autointoxicaciones" de tristezas rancias de lo negadas, rechazadas y exiliadas de que han sido objeto. Lo que queda es una pérdida del sentido de vida: ¿para qué hago lo que hago? ¿qué caso tiene seguir? La infelicidad acecha y hacen falta más respuestas falsas. Caminar en la desesperanza se vuelve cotidiano. Se olvidan los placeres sencillos. Pierde uno contacto con uno mismo. Habita uno un cuerpo que se vuelve extraño. Aparece la despersonalización y la desrealización, no sentirse como uno y no sentir que lo que vive uno sea real. Ahí empieza lo grave.
Hasta aquí tendríamos una idea aproximada de la naturaleza de una depresión "normal", algo que no todos llegan a vivir afortunadamente, pero que las actuales condiciones sociales, familiares, económicas, favorecen. Sin embargo, hay otra depresión que no es "normal". Hay una depresión que surge de otra parte de la mente y el espíritu, que viene de sus regiones más oscuras y siniestras, una depresión que va mezclada con maldad voluntad de daño. Ese es otro cuadro, otra circunstancia y nos ocuparemos de ello en otra ocasión.
Por ahora entendamos que la depresión es resultado de perder humanidad, de un progresivo debilitamiento de la capacidad de entendernos con empatía en un círculo vicioso de enojo, frustración y culpa. Que la cura de la depresión en ese sentido rebasa por mucho lo que los medicamentos puedan hacer para disminuir esa erosión de la humanidad de cada uno. Que investigar en medicamentos es beneficio de empresas no de personas, que las personas necesitan contacto con otras personas y un ambiente que permita adjudicarle un sentido y una inteligibilidad en beneficio de su autenticidad. Las psicoterapias con enfoque humanista y rigor metodológico permiten este recuperar-la-verdad-original-del-sujeto, perdida y olvidada muchas veces desde niños. Recuperar esa verdad cura. Perderla enferma. Hasta aquí hay esperanza.
Del otro ruinoso sendero somos más pesimistas. Esa otra depresión está en la línea de la locura y merece un examen detallado.
Aprenda cada quien lo que pueda.
Alejandro de Andúnie.
Comentarios
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