Cuando deseamos no desear tanto.




Cuando deseamos algo con toda la fuerza de nuestro corazón– dijo mi abuelo, cerrando los ojos negros de lobo, a la luz trémula de esa fogata, como rememorando un evento demasiado amargo o demasiado dulce de su vida, con un aire tan solemne, que contuve yo mismo la respiración y guarde silencio, –Ponemos la vista en ello con tan ardiente fuerza y pujante voluntad, que muy difícilmente volteamos a ver otra cosa en el camino que nos lleva a alcanzar aquello que anhelamos con tanto ahínco, aunque con toda seguridad más nos valiera sí atender a esas señales, pues no pocas veces nos advierten del peligro que nos espera adelante y nos indican cuán temerarios -o incluso suicidas-, ignoramos o decidimos ignorarlas por continuar en pos de aquello que con tanta vehemencia adoramos, y que tan cerca sentimos de alcanzar, por lo que, si llegaremos a permitirnos desear prestar atención a auspiciosos designios y señales del camino al arrojarnos en la búsqueda de nuestro tan ansiado objeto, el que nos pudiera conceder tal gracia, -Dios, espíritu o misterioso poder-, o incluso nuestra propia mente, rechazaría tal sensata prevención ante la incontrovertible contradicción de nuestra propia solicitud, pues cómo si no deseando con una pasión más contenida y por ello más insípida, cómo sin un ardor más temperado como fuego que se apaga en cenizas, cómo entonces podríamos siquiera considerar lo que se nos pone a los lados o enfrente, cual providencia en el camino osado, luego entonces no habría necesidad de desear tal prevención, porque en realidad no desearíamos con tal fervor aquello que nos empujó a tan arrojada misión y que, por ende, no nos provoca la insoportable angustia de siquiera imaginar la vida sin aquello que tan fervorosamente perseguimos, incluso a costa de nuestra integridad física y mental, para no decir que se desgarraría nuestro corazón, y se malograrían todos nuestros empeños, siendo por ello en primer lugar que decidimos arriesgarlo todo por alcanzarlo, ¡cruel ironía entonces! No podemos desear menos, pues desde el preciso instante que surge ese deseo que inflama toda nuestra voluntad, que inunda toda nuestra imaginación con mil imágenes de placer y satisfacción, que nos hace temblar ante la mera posibilidad de no dejarnos embargar con tal embriagante poder, no podemos detener toda esa energía una vez liberada, y solo podemos levantarnos y cual capitanes de un barco en el mar tempestuoso, y doblegarlo por una voluntad aun más poderosa, o, cobardes, ser arrastrados hacia la perdición con ella. 

El deseo no conocerá límites ni concederá descanso hasta que al fin su realización haya consumado. Así pues, nada se opone a la fuerza de un deseo, salvo, quizás, otro deseo igualmente poderoso, –entonces me miró con esos ojos que brillaban como estrellas antes del sol y la luna, profundos, insondables, pero llenos de una enorme compasión, al mismo tiempo–; pero no quieres saber, ni mucho menos estar en el lugar ahí donde dos deseos colisionan, querido príncipe lobito, ¿o si? –y sonrío ligeramente– Ya vendrá tu momento, Hijo del Viento, –dijo misterioso sin mirarme mientras se echaba a andar a paso lento–; y tu corazón será guiado según la fuerza de tus deseos, como todos tus antepasados en su hora, por ahora ven –me indicó con un guiño– tu padre nos ha de estar esperando para cenar– y siguió andando. Titubee unos instantes en seguirlo, pues las imágenes de lo que había escuchado aun me daban vueltas en la cabeza. 
¿Vas a quedarte ahí sentado toda la noche?– me preguntó deteniéndose un poco y volteado ligeramente la cabeza plateada hacia atrás, como reprendiéndome amablemente para que terminara de reaccionar. Corrí detrás de él enseguida.

Aprenda cada quien lo que pueda. 

Alejandro de Andúnie, 
XVI de su nombre, Lomo de Plata, Señor de los lobos de Aquende.

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