El don de la renuncia
Cada persona lleva consigo el peso de su propia historia. En cada historia se resaltan diversos sucesos y momentos, se les atribuye un peso singular, que se acumula con otros. Así cada historia se vuelve más pesada con el tiempo. Es un peso insospechado para algunos ingenuos que creyendo que olvidando todo, o dándole la vuelta a la página eliminan el peso de lo sucedido, de lo que dejó en el alma y en el espíritu. Otros, demasiado conscientes de los sucesos, de sus daños o de sus pérdidas, añaden peso a la carga y las historias se vuelven terriblemente pesadas, algunas tan pesadas que sus portadores terminan por sucumbir bajo tan ingentes cargas. Víctimas de su propia historia, sin duda.
Así pues ¿Cómo librarse del peso de su propia historia? ¿Existe modo de aligerar la carga? ¿Debemos cargar con ella casi a título de condena? En las treguas para tomar aliento de la carga, nos surgen estas y otras preguntas al respecto.
Por contrario que sea a la idea popular, pocas cosas son tan difíciles como renunciar, esto debido a que se confunde renunciar con darse por vencido, con no tener el compromiso, la pasión, la disciplina suficiente para completar la tarea, por más aburrida, monótona o compleja que pueda ser. Sin embargo, tales comportamientos tienen más que ver con la pusilanimidad que con la renuncia, pues paradójicamente, son enormes los esfuerzos que se ponen en juego precisamente para evitar renunciar. Una obstinación poderosa, casi ciega, casi sorda, se opone, aterrorizada, a renunciar, a dejar en paz un tema, un recuerdo, una situación y se busca seguir cargándola, seguir estando atado a ese suceso, pues es este el asunto primordial con la renuncia: liberarse del peso de un recuerdo o situación que yace en el pasado, y que por ello, es prácticamente imposible de modificar. De ahí que no renunciar a esos sucesos sea tan dañino: al congelar una memoria ésta se encadena con él, haciendo con ello que se vuelva tan pesada de cargar, para no decir puede volverse inamovible, deteniendo el flujo de la persona en el tiempo, o en el mejor de los casos, ralentizándola.
Debemos repetir, no renunciar requiere de un gran esfuerzo, de mucha energía, que se sustrae de otras muchas actividades importantes de la vida y para la salud, merma la alegría, el entusiasmo y la búsqueda de placer y plenitud. Fracasos, frustraciones, traiciones, rechazos, desprecios, desengaños, injusticias, violencias, dolores, abandonos, pérdidas; suelen ser esos sucesos a las que se les da esa significación que las dota de un tremendo peso en la historia personal y se establece ese vínculo, a suerte de cadena, esclavizando de cierto modo a la persona con esos recuerdos, con la rabia y la tristeza, el dolor y la amargura, el temor y el resentimiento que causaron, y que al no renunciar a ellos, siguen causando tales sentimientos. La renuncia, el único modo de librarse de ellos. Así respondemos a las interrogantes que nos planteamos al inicio. Pero ¿cómo se renuncia? ¿Simplemente se dice y ya, como decreto o proclama? ¿Se hacen las paces con el pasado? ¿Se hace como si no hubiera pasado nada? Como podrán haber deducido, sin inútiles esas opciones.
Mantener ese vínculo con los sucesos dolorosos del pasado es una reacción casi filogenética, es un asunto de aprender y recordar una amenaza para poder sobrevivir cuando se presente de nuevo, sin embargo, los animales en la naturaleza no viven arrastrando ese temor a cada hora, sino sólo cuando se presenta, en cambio los humanos cargan esos sucesos y los hacen presentes con su peso a cada rato. De ahí que el primer paso para renunciar es aceptar que lo que pasó ya pasó, que ya no está, que se ha ido. Se requiere de mucha fuerza y mucha claridad para dar este paso, pues como ya dijimos una parte de la mente se rehusa a dejar ir este sentimiento y macabramente, lo repite una y otra vez con la secreta, estéril y falsa esperanza de que en alguna de tantas repeticiones se logre cambiar el resultado. Como si se nos cayera un vaso de vidrio de las manos y se hiciera mil pedazos al chocar contra el piso y luego volviéramos a dejar caer otro vaso esperando que esta vez no se rompa, pero la realidad se impone y se quiebra de nuevo, pero haciendo caso omiso de la experiencia previa, volviéramos a dejar caer el vaso... ¿Qué estamos exagerando? ¿Qué esto raya en la locura? No, y si.
Renunciar es aceptar que lo que pasó, pasó. Que ya no se puede cambiar, que puede tener efectos en el presente, pero que ahí se revela la verdadera esperanza: es en el presente donde se puede hacer algo por modificar estos efectos, pero que el pasado ya no se puede cambiar. Se puede cambiar el rumbo, se puede aprender algo nuevo, se puede pedir ayuda, se puede respirar de nuevo, se puede volver a ser feliz, se puede sanar, se puede amar de nuevo, se puede volver a ser uno mismo, pero diferente, si se tiene el valor de renunciar y abrazar con fe y esperanza el presente.
Ese es el Don de la renuncia: la liberación. Romper con las cadenas que atan a unos pesos terribles que no tiene sentido cargar más y permitirse avanzar hacia un futuro promisorio, en la aceptación de un presente lleno de potencialidades.
Como se ve, renunciar (en los casos descritos) es un asunto de salud y paz mental. Pues no debemos olvidar este principio:
Nos enfermamos por dos extremos: por exceso de recuerdos y por ausencia de memoria.
Aprenda cada quién lo que pueda.
Alejandro de Andúnie.
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Abrazo enorme