La altura de los tiempos


 ¿Quién está listo para enfrentar su destino? ¿Qué conocimientos, experiencias, habilidades y talentos poseemos para enfrentar la realidad en que vivimos? ¿Quién está a la altura de sus tiempos? La triste respuesta es que casi nadie. Hoy en día la mayoría de las personas anda despreocupada por el mundo cargando apenas unas cuantas nociones sobre algunas cuestiones básicas, siendo estas nociones incorrectas, imprecisas, confusas o, peor aun, tergiversadas y falsas, y observamos con mayor preocupación que a casi nadie le preocupa el saber si las nociones con las que se explica el mundo son acertadas, (ya sería mucho pedir científicamente probadas). Casi nadie se ocupa de por lo menos hacer pasar sus nociones por un mínimo proceso de racionalidad y confrontación con el conocimiento de otras personas, lo que nos lleva a un peligro inminente: la difusión de verdades a medias causan problemas completos. Guías ciegos llevando a otros ciegos.

Nos es sorprendente descubrir que la mayor parte que la enorme cantidad de los problemas de la así llamada sociedad moderna (salud, transporte, medio ambiente, seguridad, violencia, pobreza) son problemas que pudieron haberse prevenido con la adecuada planeación y análisis racional y la subsecuente aplicación de la técnica y la ciencia, pero que, regularmente, son ignorados por el funcionario encargado de tal situación y cuya mira de poco alcance termina por echar mano de aquellas confusas y limitadas nociones básicas que su experiencia o su arrogancia le permitieron aplicar. Este es otro peligro: hombres de nociones cortas en puesto de grandes responsabilidades.

Hoy en día la producción del conocimiento ya no es el problema. El conocimiento ahora se crea a una velocidad escalofriante sin parangón en la historia y aún más rápido se genera la información. Una inverosímil cantidad de datos surgen a cada instante y que nos abruman desde todos los frentes: desde nuestros propios dispositivos, desde el mundo que nos rodea, desde las personas con las que conversamos todos los días. Frente a esta realidad caótica, el problema es más bien saber elegir el conocimiento, saber ordenar las ideas, saber discernir entre un conocimiento verdadero de uno que es falso o incorrecto. Así pues, podemos afirmar que la racionalidad y la inteligencia se han vuelto aún más indispensable de lo que ya lo era en cualquier otra época de la historia.

El construir un criterio de racionalidad mínimo, es decir, hacer uso de la inteligencia, debiera ser uno de los derechos humanos más protegidos y más promovidos en toda la tierra, ya que ninguna persona se encuentra más vulnerable que aquella que no tiene la capacidad para discernir y orientarse en el confuso mundo moderno de forma racional, como es el caso de los analfabetas digitales.  Si a esta carencia de racionalidad le aumentamos el problema de las pocas y confusas nociones de la realidad que la mayoría posee, nos enfrentamos a un horizonte del futuro (y del presente) terriblemente preocupante. Uno de los campos más ilustrativos sobre los problemas que conlleva andar por la vida con estas nociones confusas y equívocas son las que se refieren a las ideas sobre el amor. Pocos conceptos son tan mal comprendidos como el del amor. El amor es confundido con deseo, con pasión, con posesión, con enfermedad, como locura, con dependencia. Es considerado fuente de arrogancia, malestar, odio, venganza, estados de idiotez, productor de las peores cosas, y las más nobles hazañas. Habrá quien diría que sí, que todo eso amor, yo diré terminante, igual que Fromm, que nada saben de lo que es amor. Tanta diversidad inconexa, atiborrada, contradictoria es prueba del equívoco concepto del amor y se rastrea como causa de tantas y tan tristes consecuencias y perversidades. 

Pero lo más llamativo del caso es que esta situación, que le sucede a la gran mayoría de las personas, no parece preocuparle prácticamente a nadie. Así vemos que la mayoría de las personas no poseen conocimientos suficientes para explicar la realidad en que viven, ni las razones de sus acciones y elecciones, sino que se conforman con una serie de convicciones dudosamente fundamentadas y neciamente mantenidas, que le sirven para medianamente orientarse en una realidad que suponen permanente, pero que es terriblemente cambiante y harto aparente (no olvidemos que los medios de comunicación proponen e imponen versiones de la realidad que no pocas veces son distorsionadas y benefician a algún interés).  La zona de confort, como se ve, no está limitada solamente a situaciones físicas o de recursos, sino también -y esto es peligroso- a las ideas. Sin una racionalidad que oriente, sin unos conocimientos que apoyen y con una indiferencia total hacia esta indigencia intelectual, la mayoría de las personas se ven constantemente expuestas a sufrir todo tipo de manipulaciones y abusos por parte de otros que saben un poco más o que ignoran un poco menos para su sola conveniencia.

Así pues, un imperativo de estos tiempos es proveerse a uno mismo de un criterio mínimo de racionalidad que nos permita movernos con soltura en el mar de información que nos rodea y que reclaman, sino es que exigen, nuestra atención, nuestra fe, nuestra confianza y pareciera ser que hasta nuestra alma, y que como un producto directo de esta enorme confusión de voces y falta de criterio para dirimirlas, surge con mayor frecuencia un enorme escepticismo hacia todo lo que se ostenta como fuente de ayuda: las personas dejan de creer en las pocas verdades que tenían y empiezan a dudar de todo, de sí mismos, de sus valores, de los demás, del futuro, de todo. La desazón aumenta, la depresión se cierne, la desesperación emerge. Un ominoso circulo vicioso sin lugar a dudas.

Como se verá, la altura de los tiempos nos exige una enorme responsabilidad para con la construcción de nuestros propios criterios, la elección de nuestros valores, así como un fuerte compromiso con la crítica de los conocimientos, nociones y convicciones con las que nos explicamos el mundo que nos rodea. Ignorar, rechazar o subestimar esta responsabilidad invariablemente redundará en un aumento exponencial de la ya de por sí complicada situación que vive nuestro mundo. Es negarnos la posibilidad de mejorar nuestra comprensión de nosotros mismos y de los demás y con ello mejorar nuestras relaciones. Quedarse escudados tras la indiferencia o el prejuicio en todo momento de la historia siempre ha traído catástrofes, pero en este momento podría ser poco menos que suicidio planetario. Esa es la altura de los tiempos.

Alejandro de Andúnië

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