El olor a muerte
La muerte tiene un olor característico,
pero no me refiero al olor a putrefacción ni al del embalsamamiento. No,
me refiero al olor del Día de Muertos, el olor a nostalgia y fiesta.
La
celebración del día de Fieles Difuntos es una celebración cristiana
mezclada con creencias de los pueblos originarios de América en la que
se le rinde homenaje a los ancestros y familiares fallecidos, pues se
cree, y ésto es lo prehispánico, que sus almas vuelven del más allá esta
noche y nos visitan en el alter de muertos levantado en cada casa para
departir las viandas y tributos de la ofrenda para ellos levantada.
Entre el olor de la flores de cempasúchil y el aroma del incienso toda
la casa se impregana de una esencia mística y extrañamente acogedora que
es difícil de explicar con palabras.
Dicen
los que saben que el cempasúchil es como un faro que guía a los muertos
a cada casa y que siempre debe haber una veladora de más para aquellas
almas de quienes no tienen quien les ponga altar, o se podrían convertir
en almas en pena o hasta en espíritus chocarreros.
Todo
altar es puesto con devoción y una mezcla de nostalgia y alegría, no
faltarán las lágrimas, las anécdotas y los reencuentros, es por eso que
el Día de Muertos no podría estar más vivo, lleno fuerza y energía fruto
de la unión de los extremos de la vida, recordándonos con precisión que
la Vida y la Muerte se hallan inextricablemente unidas, que una no
existe sin la otra, pero que mientras estamos del lado de la Vida, nos
debemos a ella, a su cuidado, expansión y plenitud, en alegría y
confianza, pues al final habrá valido la pena y volveremos algún día a
visitar a nuestros parientes en los altares que para nosotros habrán de
levantar en recuerdo de lo significativo que aportamos a mientras
estuvimos con ellos.
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